Vermilion Sands by J.g. Ballard

Vermilion Sands by J.g. Ballard

Author:J.g. Ballard
Language: es
Format: mobi
Tags: cf
Published: 2010-06-02T23:00:00+00:00


Miré cómo la estatua se extendía despacio por el césped.

Se había derrumbado a causa de su propio peso y estaba tendida de costado formando una especie de enorme espiral angular de siete metros de largo por cinco de alto, como el esqueleto de una ballena futurista. De ella brotaban fragmentos de la Suite del Cascanueces y de la Sinfonía Italiana de Mendelssohn, tapados por repentinos y atronadores pasajes de los últimos movimientos del Concierto para Piano de Grieg. La elección de esos clásicos trillados parecía deliberadamente calculada para fastidiarme.

Yo me había quedado despierto junto a la estatua la mayor parte de la noche. Después que Carol se fue a la cama llevé el coche hasta la estrecha cinta de césped junto a la casa y encendí las luces delanteras. La estatua se destacaba casi luminosamente contra la obscuridad, y tronaba y retumbaba mientras aparecían más y más brotes de núcleos sónicos a la luz amarilla del coche. Gradualmente perdió la forma original; el radiador dentado se plegó sobre sí mismo y luego echó nuevos puntales y púas que subieron en espiral, echando a su vez retoños secundarios y terciarios. Poco después de medianoche comenzó a torcerse y al fin se desplomó.

La estatua se movía ahora como un tirabuzón. El plinto había quedado suspendido en el aire, en el centro de la maraña, girando despacio, y los principales focos de actividad estaban en los dos extremos. El ritmo de crecimiento se estaba acelerando. Vimos cómo brotaba un nuevo retoño. Uno de los puntales se combó de pronto, y un bulto puntiagudo asomó entre la herrumbre de la superficie. En un minuto creció hasta convertirse en un aguijón de tres centímetros de largo; engordó, comenzó a torcerse y cinco minutos más tarde era un núcleo sónico completo de treinta centímetros.

Raymond señaló a dos de mis vecinos que observaban desde los techos de sus casas, a cien metros de distancia, alertados por la música.

—Pronto tendrás aquí a todo Vermilion Sands. En tu lugar, yo la taparía con una lona sónica.

—Si encuentro una del tamaño de una cancha de tenis. De todos modos es hora de que hagamos algo. Tú trata de dar con Lorraine Drexel. Yo averiguaré qué la hace crecer.

Aserré un miembro de cincuenta centímetros de largo y se lo entregué al doctor Blackett, un vecino excéntrico pero amistoso que a veces también se dedicaba a la escultura.

Caminamos hasta la comparativa tranquilidad de la terraza. El núcleo sónico emitía algunas notas aleatorias, fragmentos de un Cuarteto de Weber.

—¿Encuentra alguna explicación? —pregunté.

—Notable —dijo—. Casi plástico —se volvió para mirar la estatua—. Una circunnutación evidente. Quizá sea fototrópica, además. Hmm, casi como una planta.

—¿Está viva?

Blackett lanzó una carcajada.

—Mi querido Hamilton, claro que no. ¿Cómo podría estar viva?

—Entonces, ¿de dónde saca los nuevos materiales? ¿Del suelo?

—Del aire. Todavía no lo sé, por supuesto, pero yo diría que sintetiza rápidamente una forma alotrópica de óxido ferroso. En otras palabras un reordenamiento puramente físico de los elementos de la herrumbre —Blackett se acarició el poblado bigote y miró pensativo la estatua—.



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